Por Federico Frau Barros
Ramos de flores, paquetes con velas, cintas blancas y celestes, pequeñas botellas con agua bendita, rosarios de plástico, pulseras de hilo, imanes para la heladera, grandes velones de cera y estampitas de distintos tamaños, todo con la imagen de la virgen. Así reciben los avasallantes vendedores a cada uno de los fieles, en el poco espacio libre que queda en el patio de entrada, entre las rejas que dan a la vereda y las escaleras que llevan a la iglesia.
Es lunes 27 de noviembre y se conmemora el día de la Medalla Milagrosa que se celebra en esta fecha por una aparición de la Virgen María a Santa Catalina Labouré, en Francia. Aquella tarde la Virgen María le pidió a esta muchacha que esparciera su mensaje y la instó a hacerlo a través de unas medallas que llevarían los símbolos que ella le mostró. “Acuñad una medalla, cuantos la lleven consigo, recibirán gracias sin cuento. Llevadla con entera confianza”, le dijo la Virgen. En nuestro país el 27 de noviembre se festeja en distintas iglesias, y la fiesta más multitudinaria es la que se lleva a cabo en la Parroquia Medalla Milagrosa ubicada frente al Parque Chacabuco, sobre la calle Curapaligüe, en la ciudad de Buenos Aires.
Son las 5 de la mañana, el sol recién amaga con levantarse, aún faltan dos horas para la primera misa del día y ya empiezan a llegar seguidores de distintos puntos de la ciudad y del Gran Buenos Aires. A un costado de la parroquia se empieza a formar una fila que en pocas horas llegará hasta la calle y que solo se achicará una vez entrada la noche. Los que están en la fila esperan su turno para pedirle a la virgen, mientras dentro de la parroquia se sucederán misas a lo largo de todo el día, cada un poco más de una hora.
Este templo fue inaugurado hace 76 años, el 18 de noviembre de 1941. Por aquel entonces, este lugar era principalmente campo, y las vacas andaban pastando por toda la zona. La parroquia fue levantada gracias a los distintos devotos de la virgen, con donaciones de fieles de todo el país. “La devoción por la medalla es algo que se ha extendido por todo el mundo, tanto en las clases superiores como las medianas y también llega a los más pobres”, cuenta el Padre Carlos Pucheta, vicentino del santuario y uno de los becarios parroquiales de esta iglesia.
A un lado del templo, está el Instituto Medalla Milagrosa, que tiene jardín de infantes, primaria y secundaria. Atrás hay un comedor comunitario, gracias al que comen cerca de 300 personas y donde, durante la semana, funciona un grupo de alcohólicos anónimos, se dan clases de yoga, se recibe a familiares y amigos de adictos y los sábados, se junta un grupo scout. Por arriba pasa la Autopista 25 de mayo de la que se dice que la Medalla es patrona. Al otro lado de la iglesia hay una tienda de souvenirs oficiales, que hoy estará llena durante toda la jornada. Fuera de la tienda un grupo de chicos y chicas scouts venden empanadas, bebidas y porciones de torta. Cerca de la reja que da a la vereda, hay un gazebo que se armó para que distintos padres, que se turnan durante todo el día, bendigan los objetos de todos los que se acercan y también hay una caja, en la que se reciben contribuciones para los que sostienen el templo día a día.
Al fondo de una iglesia repleta, el cardenal Mario Poli, arzobispo de la Ciudad de Buenos Aires nombrado por Jorge Bergoglio para reemplazarlo cuando él fue electo como Papa, es el encargado de dar la misa de las 9 de la mañana. Arriba suyo se lee una inscripción en latín, sobre una pared de mármol, que dice: los rebeldes fueron inspirados por el Espíritu Santo. Con la virgen por detrás, como si le estuviera cuidando la espalda, y tras un emotivo discurso y varias oraciones, el cardenal Poli concluye su participación al grito de “Viva la Virgen”. Antes de irse, rocía con agua bendita los objetos religiosos que los fieles levantan lo más alto que pueden y luego, bendice a cada uno de los que se le acercan.
Durante toda la mañana, la gran mayoría de los que llegan son adultos mayores, generando así la impresión de que la devoción por la medalla tiene algo que ver con la experiencia, como si se encontrara a cierta altura de la vida.
“Hoy cumplo 59 años y mi patrona me dio franco. Es la primera vez puedo venir de día y no a la tarde al salir del trabajo”, dice Graciela, entre lágrimas, al salir de la parroquia. “Me lloré todo, estuve dos horas adentro. Soy muy creyente. La Medalla me da esperanzas. Yo a esta edad debería estar cuidando a mis nietos pero por desgracia no pude tener hijos. Igual la vida me tenía un regalo preparado y en marzo pasado me casé a los 58 años”, dice Graciela, que vive en José C. Paz, en el oeste del conurbano bonaerense, a más de 35 kilómetros de la parroquia. “La virgen es todo. Ahora salgo y tengo los mismos quilombos de siempre, pero la virgen me renueva”, explica Graciela, que trabaja como empleada doméstica en la casa de una familia en el barrio porteño de Nuñez.
Las horas pasan, como pasan los miles de fieles que siguen llegando, y el mediodía empieza a perfumarse con el olor de los choris y las bondiolas que vienen de los puestos que están sobre la calle. Un grupo de adolescentes voluntaria, que ayuda en la organización, reparte vasos de agua para paliar el calor, y los vendedores siguen encarando a cada uno de los que entra al recinto, apenas cruzan la reja de entrada.
El sol empieza a esconderse por detrás de la autopista y junto con la tarde empiezan a llegar los que recién salen del trabajo y también los chicos que vienen del colegio. El público empieza a diversificarse, los abuelos dan paso a las nuevas generaciones de devotos, que también vienen a pedir y agradecer. Fabricio tiene 15 años, está desde muy temprano y es parte de la organización. “A la medalla se la quiere, es el barrio”, cuenta Fabricio que vive a cuatro cuadras y que va al instituto Medalla Milagrosa que está al lado de la parroquia, donde también hizo el jardín y la primaria.
Pasadas las seis de la tarde, el calor empieza a aflojar, y cada vez hay más gente en la parroquia y sus alrededores. Los organizadores calculan que, durante el día de hoy, unas 10 mil personas se confesaron y que, durante todo el fin de semana, fueron unas 30 mil. Ese es el número que ellos tienen registrado porque es la cantidad de fieles que se confesaron, pero estiman que, teniendo en cuenta todos los fieles que se acercaron a pedirle a la virgen y que no pasaron por el confesionario, el número de personas se triplica.
“Hoy me reencontré con esta fiesta y me sirvió para pensar varias cosas, hacía algunos años que por cuestiones de tiempo y ocupación no había podido venir. Volví a darme cuenta de lo que significan las flores, ese sacrificio gratuito y finito que tantos fieles hacen. Y veo que en los últimos años la devoción por la Medalla es la que más se expandió por los barrios, está presente cada vez en más casas”, dice Juan, sacerdote de 29 años de Villa Corina, partido de Avellaneda.
Carlos y su esposa Florencia viven en el Bajo Flores, a unas 20 cuadras de la parroquia, y también vuelven hoy, después de unos años de ausencia. “Dale que empieza”, lo apura Florencia, mientras sale de la iglesia. Son las ocho de la noche y comienza el cierre de la jornada, una procesión alrededor del parque. Diez hombres, cinco de cada lado, cargan en sus hombros una virgen gigante, con una imponente base de flores de todos los colores. Delante de ellos, otros cinco hombres de distintas edades, van abriendo paso para que avance la virgen. Carlos acompaña la marcha pero igual lleva una virgen de más de un metro, que compró este año para venir a la procesión y poder cargar su propia virgen. La gran virgen, cargada por esos diez hombres y rodeada por miles de personas, desfila a los tumbos entre los autos y los colectivos. La gente se queja de que las autoridades del gobierno de la ciudad no cortaron las calles que rodean el parque, a pesar de saber que miles de personas caminarían junto a la virgen esta noche.
Durante la caminata, se van sumando cada vez más personas y las calles se convierten en un mar de gente, con autos atascados en el medio que no pueden hacer más que esperar a que pase la marea. “María está pasando por aquí y cuando pasa todo se transforma: la alegría viene y la tristeza va”, canta una mujer con un micrófono, que se encarga de ir marcando las estrofas de los cánticos y que unos minutos más tarde, pasarán a ser cánticos de cancha para la virgen. El ejército de fieles se transforma en una hinchada entonando un “Olé, olé, olé, olé, olé, olé, olá. Olé, olé, olé, cada día te quiero más. Yo soy de la virgen, es un sentimiento, no puedo parar”. La cosa sigue con un “Yo soy de la virgen” al ritmo de “Yo soy la alegría” de Sergio Denis, y la vuelta al parque empieza a cerrarse para terminar en un escenario, frente a la parroquia, donde se dará la última misa, esta vez en la calle, y luego cada uno volverá a su casa, con los mismos quilombos de siempre pero renovados.