Artículo publicado en Tercer Cordón.
Por Federico Frau Barros
Desde el día que lo despidieron de la fábrica de zapatos en la que trabajaba hasta hace tres semanas, Javier viaja diariamente una hora y media desde Morón al Microcentro para vender chipá en la salida de una boca de subte. “Mi jornada no tiene un horario de cierre, es hasta que las venda todas. Pero casi siempre estoy desde las seis de la mañana hasta las cinco de la tarde. Hay días mejores que otros, pero la gente tiene poca plata. Está complicado, ¿me entendés?”, dispara Javier.
En esas tres semanas la persecución policial ha sido continua. “Esta semana ya me sacaron una vez la canasta”, cuenta. El hostigamiento de las autoridades es una problemática con la que los vendedores ambulantes aprenden a lidiar con el tiempo, no les queda otra. “Tengo todo armado así, flojo, y cuando los veo venir, desarmo y me las tomo. Porque me llevan, me sacan todo y no me dan una explicación en serio. Yo estoy laburando. Vengo a vender comida porque es mi manera de ganarme el pan”, explica.
Los testimonios de muchos trabajadores que venden comida en las calles de Buenos Aires coinciden en tres puntos: la gente tiene menos plata y compra menos, los insumos suben constantemente pero ellos no pueden trasladar eso de manera directa a los precios y el maltrato de las autoridades es permanente.
“La gente ya no está comprando como antes”, dice Elías, parado detrás del barril que usa de parrilla para cocinar la masa del pan y las tortillas que vende desde hace 12 años en la estación de tren de Martín Coronado, en el noroeste del Gran Buenos Aires. “Ahora tengo que quedarme más horas vendiendo porque sino no me rinde. Tengo cuatro hijos que van al colegio”, dice.
“Cada vez que voy a comprar las cosas que necesito para cocinar, subieron de precio”, cuenta, durante una mañana de frío húmedo, cubierto por un camperón y un gorro que apenas dejan ver sus ojos. Y lo que dice Elías lo reconoce el propio gobierno nacional a través de los resultados del Relevamiento de Expectativas de Mercados (REM) difundidos por el Banco Central, que hablan de una expectativa de inflación por sobre el 27 por ciento para este año. En el caso de Elías, los insumos no son su único gasto para hacer frente al trabajo diario. “Yo no vivo cerca de donde trabajo y a la hora que empiezo, tan temprano, no tengo otra alternativa que tomarme un remis. Siempre fue parte de mis gastos pero en el último tiempo se me está haciendo difícil poder pagarlo. El remis también subió, como todo. Pero no tengo opción”, dice este padre de familia que ya lleva doce años vendiendo en la misma estación pero igualmente cada tanto lo molesta la policía.
Claudia vive en la Paternal, tiene 47 años y desde hace diez vende tortillas y chipá afuera de la terminal del ferrocarril Urquiza en Chacarita. Mientras habla con suma precaución, devolviendo a chispazos intermitentes la permanente mirada de los policías que hacen guardia en la entrada de la estación, pone como condición para la entrevista que no se revele su verdadero nombre y mucho menos que la charla se grabe. “A nosotros los que trabajamos en la calle nos persiguen mucho. Ya me han sacado varias veces”, cuenta.
En lo que dura la charla, dos personas pasan por el puesto: una compra una tortilla y la otra pregunta el precio y sigue. “Ahora cuando alguien viene a comprar y le digo el precio de la tortilla, se sorprende y dice: ¡qué caro! Porque todo sube, lo que hace un tiempo salía 10 pesos hoy vale 25. Y yo no puedo subir lo mismo que a mí me suben las cosas que compro para cocinar porque sino no me compra nadie”, dice Claudia. “Ahora tengo que trabajar mucho más para poder darle de comer a mis hijos”, explica y luego agrega que su situación no es fácil porque es “padre y madre de tres hijos”
El consumo interno disminuido, con gente con poca plata en los bolsillos, el aumento de los precios de las materias primas y la persecución policial son los principales factores que lastiman la economía de los trabajadores gastronómicos callejeros, pero hay más. Un sistema de transporte cada vez más saturado genera también que haya horarios en los que les es imposible trabajar a quienes venden productos arriba de un vagón de tren o de un colectivo. Maxi hoy está vendiendo alfajores en el tren San Martín y mañana puede vender cualquier otra cosa porque vende “lo que va saliendo”. “Lo que está pasando con este tren nos está matando. Se vende mucho menos y no se compensa ni laburando más horas”.
Eso que está pasando con el tren son las remodelaciones que se están haciendo en un gran tramo del recorrido del Ferrocarril San Martín a lo largo de Capital Federal, que hicieron que se recortará la frecuencia y que se suspendiera durante los fines de semana durante varios meses de este año y del anterior, y desde que se cayó un pedazo de la construcción del viaducto en mayo pasado se anunciara que el tren no llegará a la estación Retiro hasta mediados de 2019. Esto, además de afectar profundamente a los usuarios, claro está, también afecta a quienes trabajan arriba del tren y en las estaciones que no tendrán movimiento.
Por la derecha de Maxi pasa otro vendedor del tren, chusmea la conversación y agrega: “En este país siempre fue complicado, pero si uno se mueve se vende. Pero esto de que lo corten hasta el año que viene es una locura”, dice y, casi sin detenerse, saluda y sigue su camino hacia el próximo vagón. Alguien que trabaja en estas condiciones difícilmente puede ausentarse y está muy condicionado por las condiciones climáticas. “La lluvia es nuestra enemiga. Primero porque cuando llueve mucho no podemos laburar. Y cuando llueve poco, baja el laburo en las estaciones” explica Maxi. “Yo sí me enfermo vengo igual, casi que me tienen que dar un tiro para no venir. Imagínate que hoy si yo no laburo un día, vuelvo sin plata a casa. Es muy difícil. Nuestro laburo es así, nadie lo piensa. Pero no podemos faltar. Por eso a veces si ya laburé bien y se larga, me voy porque si me resfrío, al otro día estoy al horno”, dice Maxi.
Carla nació hace 29 años en San Francisco Solano, en el sur del Gran Buenos Aires, tiene una hija de ocho años y otra de once. Hace unos años se mudó a Ezpeleta con su marido y vende tortillas debajo del viaducto de la estación Sarandí, en el partido de Avellaneda. “Estamos sobreviviendo”, dice mientras esboza una sonrisa que más tiene de angustia que de risa. Carla es la única entre los vendedores y las vendedoras consultados que no cree que haya una caída en el consumo. “La verdad es que la gente sigue comprando. Algunos días más, otros menos”, dice. “Vendo tortillas desde que tengo 15 años, cuando vivía en Solano. Mi marido es remisero. Ahora nos turnamos, yo vendo a la mañana y cuando el termina el turno con el coche viene y se queda en el puesto toda la tarde”, cuenta. Esto es algo que le está sucediendo a muchos vendedores, tienen que trabajar más horas diarias.
En la plaza del centro de Moreno, frente a la municipalidad y a un costado de la terminal del ferrocarril Sarmiento, varios vendedores están sufriendo, además de los problemas que atraviesan a todos sus colegas, una situación complicada: no solo no pueden trabajar más tiempo sino que se les recortó la jornada laboral. Denuncian que por una orden que llegó desde el gobierno provincial, las autoridades municipales les impiden trabajar en la plaza. “Es una orden de arriba, dicen que es para que la plaza esté limpia. Pero acá nadie ensuciaba. Entre febrero y marzo, sacaron todos los puestos. Ahora no nos dejan laburar durante la mañana y recién podemos montar el puesto a la tarde, eso nos complica mucho”, cuenta Gabriela que vende sandwiches hace más de cuatro años en ese lugar. “No sabemos qué hacer, encima sube todo. Cortamos un poco más fina la mortadela, le ponemos alguna feta menos y así podemos mantener el sanguche a diez pesos porque sino no es muy difícil venderlos acá”, explica. En la misma plaza, unos metros más allá, su padre, que vende golosinas, cuenta que las ventas bajaron mucho este año. “Están todos desesperados, hay mucha competencia, mucha gente vendiendo y a eso súmale que la gente cada vez puede comprar menos”.
Pero más allá de la falta de apoyo estatal y la inexistencia de políticas sociales que contemplen a uno de los sectores más desprotegidos de la economía informal y de la asidua persecución policial, hay experiencias alentadoras. Y tienen que ver con la organización de los trabajadores, en este caso, los más relegados e históricamente menos organizados. Jonathan tiene 29 años, vive en Lomas de Zamora y vende hamburguesas y choripanes en movilizaciones. Desde hace casi tres años forma parte de la Organización de Vendedores de Eventos Masivos que está dentro de la Confederación de Trabajadores de la Economía Popular (CTEP). “Desde que tengo la pechera casi no me molestan”, cuenta y se señala con orgullo la pechera naranja fluorescente que lleva sobre su buzo.
“Se siente el tema de la economía en las familias. Alguien que venía con dos chicos a comprar antes te compraba una para cada uno y ahora te compra una y la comparte. De a poquito, como la mano está muy dura, se siente”, dice Gastón, un vendedor de garrapiñadas de 37 años que vive en Berazategui y, continuando con una tradición familiar que viene desde el año 82, vende garrapiñada en la peatonal del centro de Berazategui. Gastón está alarmado, pero no está triste. Además de criar a su hijo y de trabajar todos los días en el puesto de garrapiñada, Gastón milita en el Movimiento de Trabajadores Excluidos (MTE) de Berazategui y ese espacio colectivo de pertenencia, de alguna manera, le da esperanza. Esperanza en el poder de los trabajadores, porque sabe que difícilmente sea un gobierno el que los saque de esto. Si no es organizados y de manera colectiva, los gastronómicos de la calle, como los trabajadores argentinos en su conjunto, no salen de este pozo. “Ahora se pararon las ventas por la economía, pero veníamos muy bien. Entre todos nos tenemos que apoyar y salir adelante y ojalá dios quiera que esto de a poquito vaya mejorando”, dice pausado, con una calma de rezo, vislumbrando un futuro distinto.
Fotos: Gentileza Infobae.